REAL ZARAGOZA

Cuando ruge La Romareda: de Arsenio a Txetxu Rojo, antecedentes de la inaudita bronca del zaragocismo a Ramírez

La censura al canario en su debut en casa es el caso más extremo visto en un estadio donde, pese a este episodio, han rebajado el nivel de exigencia.

Míguel Ángel Ramírez, en un partido. /EFE
Míguel Ángel Ramírez, en un partido. EFE
Mario Ornat

Mario Ornat

Miguel Ángel Ramírez conoció en primera persona el domingo el lado más afilado de la grada de La Romareda: el estadio coreó un generalizado "Ramírez, vete ya" en el partido de su debut en casa, algo inaudito incluso para un campo particularmente exigente a lo largo de su historia. El episodio remite a los días más levantiscos de la afición zaragocista y obliga a recordar algunas de sus manifestaciones más extremas: las sufridas por el presidente Alfonso Usón, los propietarios Alfonso Soláns hijo y Agapito Iglesias, o entrenadores con logros nada desdeñables como Arsenio Iglesias y Txetxu Rojo, tal vez la más célebre fuera de Zaragoza. Hay antecedentes, pero lo del domingo fue lo nunca visto: jamás antes un entrenador había provocado tan temprano una contestación así de frontal desde la grada. Tiene explicación.

Aunque decirlo hoy parezca mentira, La Romareda ya no es lo que era. En comparación con el tradicional "¡fuera, fuera, fuera!" y la lluvia de almohadillas de los años 70 y 80, el ambiente de estos años en Segunda es mucho más indulgente con el equipo de lo que fue en el pasado. Basta preguntarle a cualquier jugador que vistiera la camiseta del Zaragoza desde la época de Los Magníficos y hasta la primera década de este siglo. Todos han vivido episodios hoy inimaginables.

Hubo un tiempo en que en La Romareda no bastaba ganar. Había que hacerlo jugando bien y al ataque. Hubo días en los que meter tres goles en la primera parte no servía de nada si en la segunda el equipo se dedicaba a sestear: que el partido estuviera resuelto no impedía la música de viento. Hubo temporadas, y esto es literal y no una metáfora, en las que el Zaragoza jugaba en casa después de ganar un título y, si no rendía, enseguida había lío: sucedió en 1995, después de ganar la Recopa; y en 2004, cuando el equipo venía de levantar su sexta Copa del Rey en Montjuïc contra los Galácticos de Queiroz. La Romareda silbó los empates del día después.

El comportamiento tiene muchos matices, pero siempre se ha definido con una sencilla caracterización: en Zaragoza se acepta mejor la derrota de un equipo gallardo y atrevido que la victoria con fútbol medroso. En realidad, en estos años el baremo ha bajado de forma inevitable, en consonancia con el contexto de un equipo instalado desde hace más de una década en Segunda y amenazado de descenso en los últimos años. Pero la idiosincrasia está siempre ahí, latente. Y a veces, si se reúnen las circunstancias, rebrota y se va de madre.

Se dice a menudo que la afición del Zaragoza no se ha dado cuenta de dónde está. Es un lugar común que tiende a la falacia: si fuera así, el campo se habría vaciado hace años. Al contrario, el zaragocista sabe perfectamente dónde está y lo que quiere. Sobre todo sabe lo que quiere. Y, a la vista de la deriva institucional y de la incapacidad para concretar proyectos que aspiren de verdad al ascenso, mantiene su exigencia y se resiste a cualquier modo de conformismo. Si recuerda los triunfos del pasado es porque puede hacerlo. Y porque entiende que ese ha de ser su norte.

Hace años que los seguidores del Zaragoza han asumido un papel principal de guardianes de las esencias en medio de un periodo desconcertante: empujan con el mismo entusiasmo para apoyar y para exigir. La grada ha sostenido en innumerables ocasiones en estas temporadas a un equipo a la deriva. Tiene muy claro que lo que hay sobre el césped no se parece en nada a lo que fue: y por eso pide más, porque quiere cambiarlo. Observa muchos errores en las decisiones deportivas y duda de las ambiciones verdaderas de las sucesivas propiedades. Aun así y pese a la generalidad de la protesta, el domingo también hubo mucho zaragocista que no entendió la bronca.

Miguel Ángel Ramírez ha aparecido en medio de esa ya crónica y laberíntica frustración en la que habita hace tiempo el Zaragoza. A la hora de armar su equipo, el técnico antepuso su percepción de la vulnerabilidad defensiva del equipo, un problema declarado hace tiempo y muy relevante, que desde luego necesita solución. El problema es que llevó demasiado lejos esa postura. El partido con el Elche levantó las primeras sospechas. No tanto porque Ramírez debutara con un sistema de tres centrales —opción que ya usaron entrenadores anteriores, incluido Víctor Fernández— sino porque el Zaragoza tiró una sola vez a puerta y su fútbol con la pelota retrocedió varios pasos. Y, sobre todo, porque acabó perdiendo.

Ramírez sabe a qué club ha llegado y qué entorno lo rodea, pero decidió combatir la vulnerabilidad del equipo reforzando la defensa: el problema fue llevar esa apuesta demasiado lejos

La presentación con el mismo sistema en La Romareda frente al Tenerife, la condición de colista del rival y la evidencia temprana de que el equipo apenas producía juego en campo contrario alimentaron las protestas desde el principio del choque. Los goles del conjunto de Álvaro Cervera y el empeño de Ramírez en no rehacer la disposición de su equipo hasta el 0-2 acabaron por incendiar la grada, que entonces cargó ya contra todo: de forma más directa y sonora contra el entrenador —el "¡Ramírez, vete ya!", y lo de "¡otro defensa, queremos otro defensa!", coreado en tono de mofa—. Los gritos tienen una parte de literalidad —los planteamientos han sido muy mejorables y además el Zaragoza no ha ganado—, pero deben entenderse más allá de la superficie. También se atacó al palco, y por ahí viene buena parte del contexto y la explicación.

El salto cualitativo es muy relevante. Los cánticos de "¡directiva dimisión!" —valga el anacronismo en estos tiempos de consejos de administración deslocalizados— supusieron la primera crítica directa hacia la actual propiedad y su equipo de gestión, particularmente los encargados de la gestión deportiva. La figura de Juan Carlos Cordero, el director deportivo, está cada día más expuesta. Es imposible no entender la agria censura contra Ramírez como un modo de cuestionar las elecciones de Cordero para el banquillo y en el terreno de juego. Todo esto con el mercado invernal abierto y un solo fichaje: Kervin Arriega, "un guerrero" hondureño en la medular.

Ramírez contemporizó en la rueda de prensa cuando se le preguntó por los gritos en su contra. Pero que tuvieron un impacto lo demuestra que, tras haber pasado todo el encuentro de pie en su zona técnica, el entrenador canario se refugió unos cuantos minutos bajo el toldo del banquillo cuando más arreciaron las protestas. Después volvió a salir, siguió dirigiendo a su equipo y el empate en dos chispazos atemperó el ambiente. El final del partido, sin embargo, volvió a ver a un Zaragoza más contenido que ávido de ganar. La remontada quedó incompleta y, de hecho, fue el Tenerife el que acabó amenazando la portería de Poussin con Luismi Cruz, Diarra, Marlos y Ángel en ataque.

Un campo difícil

Cuando Ramírez aceptó la oferta del club aragonés, el nuevo cuerpo técnico del Zaragoza era perfectamente consciente de a qué equipo y en qué contexto llegaba. De hecho, fue uno de los temas más comentados en el encuentro informal que el entrenador y sus ayudantes celebraron con los medios de comunicación de la ciudad a principios de la semana pasada. Le acompañaron Endika Gaviña (segundo entrenador), Cristóbal Fuentes (preparador físico) y Beñat Labaien (técnico asistente).

En Segunda se sabe que La Romareda no es un campo fácil, desde luego. Que el peso de la historia, el pasado y la ineludible obligación del ascenso componen una mezcla potencialmente explosiva a la que futbolistas y técnicos deben sobreponerse. Lo demuestran los varios ejemplos de jugadores y entrenadores que en los últimos años han preferido otros destinos menos espinosos que Zaragoza. La pasión y la visceralidad tienen dos caras y Ramírez ha conocido el revés de la moneda. El otro lado es que en La Romareda hay todos los días más espectadores que en muchos campos de Primera División. Como dice un veterano deportista de élite aragonés, "en Zaragoza la afición va en masa para la gloria o para la sangre".

Lo han sabido bien muchos profesionales a lo largo de la historia. El caso de Miguel Ángel Ramírez no tiene parangón, pero inevitablemente remite a pasajes muy llamativos vividos en el estadio del Zaragoza. Todo el mundo tiene en la memoria el ruidoso desencuentro de Txetxu Rojo con La Romareda, culminado en aquella delirante escena del Toro Acuña dispuesto a tirar un penalti a favor del Zaragoza, mientras el campo atronaba con el "¡Txetxu, vete ya!". Es difícil imaginar que una afición quiera que su equipo pierda para precipitar la salida de un técnico... pero resulta aún más complicado no razonar de ese modo lo que pasó en aquel partido contra el Villarreal en diciembre de 2001.

El entrenador vizcaíno cumplía su segunda etapa en el club. En la primera había llevado al Zaragoza hasta la última jornada con posibilidades de llevarse el título de Liga (en la temporada 1999/2000). Tras regresar un año al Athletic, el Zaragoza volvió a confiar en él, pero en octubre la cosa ya pintaba mal y el ambiente se enrareció muchísimo. Hasta apareció una pintada contra el entrenador en el acceso a la Ciudad Deportiva. El encono se hacía más evidente en la grada, pero alcanzó también al enfrentamiento entre el temperamental entrenador y parte de la prensa. Y tuvo sus capítulos internos en el vestuario.

El presidente Alfonso Soláns Soláns defendió al técnico hasta donde fue capaz, pero acabaría destituyéndolo. El Zaragoza tuvo tres entrenadores ese año: a Rojo lo sustituyó Luis Costa y en las últimas siete jornadas llegó Marcos Alonso. En el penúltimo encuentro del Zaragoza en La Romareda, precisamente contra un Celta dirigido por Víctor Fernández, miles de aficionados rodearon la salida de los jugadores del estadio y obligaron al equipo y sus técnicos a permanecer encerrados varias horas en el vestuario. Una semana más tarde, el Zaragoza consumó su descenso. 

Hubo un tiempo en el que en La Romareda no valía con ganar: a Arsenio se le hostigó mucho en el ascenso de 1977 y a Txetxu Rojo no se le perdonó ni una en su segunda etapa en el club

Era el primero desde 1977. Un trauma en toda regla. En ambas ocasiones, 1978 y 2003, el equipo lograría regresar a Primera al año siguiente. Y en los dos casos con agrias polémicas en torno a los entrenadores por una causa común: el estilo de juego. Paco Flores fue el encargado de reinstaurar al Zaragoza en la máxima categoría en 2002 y lo logró con una receta complicada de digerir pero efectiva. Y con un aviso que presidió la temporada: "El que quiera espectáculo que se vaya al circo", declaró el técnico catalán. En la memoria de la hinchada, la frase parecía una respuesta diferida a aquella otra histórica de Víctor Fernández en sus mejores días, en 1994: "El que quiera ver buen fútbol, que venga a La Romareda". Una síntesis del cambio de los tiempos.

Flores tuvo contestación, pero ni mucho menos vivió nada ni remotamente parecido a lo que le ocurrió a Arsenio Iglesias 25 años antes. Arsenio tomó a su cargo al Zaragoza para devolverlo a Primera División en la campaña 1977/78, el final de otra generación legendaria: los Zaraguayos. Quedaba Arrúa, su enfrentamiento con Jordao, había dimitido el presidente José Ángel Zalba tras el descenso y la deuda acuciaba al club. No eran tiempos para la lírica. Y el secretario técnico Avelino Chaves eligió como entrenador a Arsenio, que ya había ascendido al Deportivo y al Hércules en la primera mitad de los 70.

El Brujo era un técnico práctico. Lo que traducido al gusto de La Romareda sonaba diferente: su fútbol aburría. Arsenio también tuvo el lío encima muy pronto: en la sexta jornada, empate con Osasuna, pañolada y el "¡fuera, fuera!" generalizado. El resto de la temporada fue de incendio en incendio. Un día por los cambios, otro por el juego, otro por volver de un partido fuera con una derrota. Y, al final, porque la gente quería a aragoneses en la alineación. Los argumentos cambiaban. La animadversión era la misma.

Arsenio bordeó la destitución pero el equipo se levantó, cedió sólo dos empates en casa y picoteó fuera. Entre eso, el genio crepuscular de Arrúa y los goles (22) de Pichi Alonso, el Zaragoza volvió a Primera a tres jornadas del final... en medio de una bronca monumental. A tal punto marcó a Arsenio la hostilidad de la grada que, cuando el presidente Pepe Gil Lecha le ofreció la renovación, el entrenador gallego prefirió marcharse al Burgos. Su caso ha quedado para los anales como ejemplo de que, en La Romareda, la victoria por sí sola no salvaba a nadie. Importaba la forma.

Lo sabe bien Alfonso Soláns, quien siempre fue acusado de falta de ambición para hacer al Zaragoza más grande. Con lo que ha ocurrido después, sobre todo a raíz del paso de su sucesor Agapito Iglesias, esto ahora sonará a broma. Pero el propio Alfonso Soláns sufrió a menudo la ira de La Romareda durante sus años en el cargo: bajo su presidencia el equipo ganó dos veces la Copa del Rey y una Supercopa. Jugó en Europa y tuvo a futbolistas que hoy parecen un sueño.

Pero en aquellos días al empresario zaragozano se le exigía más decisión a la hora de darle vuelo al club, más aspiraciones deportivas, mejores fichajes... La comparación con el periodo de su padre, Alfonso Soláns Serrano, el primer propietario de la época de las sociedades anónimas, campeón de Copa y Recopa, envenenaba la percepción. Todo eso se resumía en el célebre "Soláns, c... tira de talón", un grito que se repitió innumerables veces en La Romareda. La saña aún crecía en otro cántico particularmente lacerante para el presidente. Ese que lo acusaba de vender a los mejores futbolistas y aludía a su empresa familiar: "Si vendes al Kily, quemamos Pikolin", se empezó a cantar en el fondo norte a raíz del interés del Valencia por el argentino. Se convirtió también en estribillo recurrente.

La Romareda y la ciudad fueron inclementes con Alfonso Usón, quien tuvo que dejar la presidencia y marcharse de Zaragoza en 1971. También Soláns oyó broncas muy agrias pese a ser dos veces campeón de Copa y de Supercopa

El caso de Soláns remite a un antecedente muy anterior: las feroces críticas sufridas por el presidente Alfonso Usón a finales de los años 60 y principios de los 70, en los tiempos que fueron epílogo a la década de victorias y gran fútbol de Los Magníficos. Usón presidió el Real Zaragoza desde 1967 a 1971, gestionó el final y la despedida de aquella fabulosa reunión de jugadores y el proceso desembocó en la caída del Zaragoza a Segunda División, lo que precipitó un abrupto final a su mandato.

El acoso a Usón traspasó la protesta de la grada. Fue, en realidad, mucho más allá. Usón se vio obligado a dejar de ir al palco. Confesó que recibía constantes llamadas telefónicas con amenazas e insultos, situaciones que sus propios hijos vivieron también en algunas ocasiones por la calle. Aunque se resistió en numerosas ocasiones a dimitir, finalmente tuvo que ceder. No sólo eso: debió abandonar Zaragoza. Traspasó sus negocios y reorganizó su vida en Filipinas, donde sus contactos le facilitaron una salida para continuar la actividad empresarial. Quedó marcado para siempre.

De cualquier modo, posiblemente el capítulo de enfrentamiento más frontal de la afición contra alguien del club en toda su historia lo vivió el Real Zaragoza en los tiempos de Agapito Iglesias. El empresario soriano, propietario entre 2006 y 2014 y presidente durante varios años, introdujo al club en su actual deterioro. El Zaragoza coqueteó con el descenso un par de temporadas hasta que cayó por el agujero en 2008. Regresó al año siguiente con Marcelino a Primera. Pero volvió a bajar en 2013. Ya no ha vuelto.

En ese periodo ocurrió de todo: manifestaciones multitudinarias contra el presidente, todas las formas de protesta en el campo, abandonos de la grada, entradas tardías, las agapitadas con la silbatina en el minuto 32 de cada partido (en memoria de la fundación del Real Zaragoza en 1932). Agapito desapareció del palco y acabaría vendiendo el club en el verano de 2014, en un proceso rocambolesco. Las heridas abiertas en ese periodo aún no han cicatrizado.

Y hasta hoy. En los últimos años el sostén incondicional, las nuevas generaciones de zaragocistas y una indulgencia cada vez más resignada han marcado el ambiente en el campo. La protesta ha ido por lo general más dirigida a lo institucional, pero de vez en cuando, si un entrenador no gana y además juega hacia atrás en lugar de ir adelante, la grada se envalentona. Lo supieron Juan Carlos Carcedo, el director deportivo Miguel Torrecilla, Fran Escribá y Julio Velázquez, por nombrar algunos recientes. Pese a su pésima racha de resultados, Víctor Fernández dejó el club sin que la afición lo culpara: de hecho, en su último partido, la grada cargó contra los jugadores.

Hubo un tiempo en que en Zaragoza ganar no lo era todo. Importaba la forma. Ramírez lo aprendió de la peor manera posible el pasado domingo, en un capítulo para la historia. Pero con una diferencia notable con lo que sucedía hacía años: hoy el zaragocismo se tragaría lo que fuera necesario con tal de ver a su equipo ganar y volver a Primera. Lo que fuera. Así que ese es el camino: las victorias. Antes, en La Romareda no bastaba con ganar de cualquier manera. Hoy, lo que no se admite es perder sin gallardía.