OPINIÓN

Un DVD de Cruyff me cambió la vida

Messi y Ronaldinho, con el Barça./Getty
Messi y Ronaldinho, con el Barça. Getty

Los DVD's me salvaron. En realidad, por aquel entonces, salvaron a mi padre. Supe mucho más tarde lo que sucedió, porque la memoria del niño deja de existir en cuanto abandona la niñez, y luego solo quedan pellizcos de una vida que ya no nos parece nuestra, más bien la de un extraño al que queremos conocer. Y eso hice cuando, como todo chico que asoma la adolescencia, quiere saber por qué es del equipo que es. Y mi padre, con la tranquilidad que daba en 2009 hablar de fútbol si eras culer, me contó el secreto de toda una vida. En realidad, me dijo, querías ser del Real Madrid. Los vídeos del Dream Team te salvaron. Y noté que en realidad hablaba por él.

Para alguien nacido en el 98, el Barça empezó a existir como algo molón cuando la sonrisa de Ronaldinho amenazó con devorar la decrepitud en la que se vivía el fútbol. A mí me molaban los Galácticos. Apenas entendía nada, no guardo casi recuerdos de aquella época salvo algún chispazo, pero la confesión de mi padre apuntó a mi primer contacto con lo que me terminaría enamorando: a mí me gustaba ganar. Iba, sencillamente, con el que ganaba. Y llegó Wembley. Y Koeman. Y Romario. Y Cruyff. Como a aquellos jugadores, a mi me rescató, porque fue en aquellos vídeos, que mi padre debía poner como quien prepara la última cena, donde descubrí lo que era realmente el Barça. No hubo marcha atrás.

Llegaría Ronaldinho primero y Messi después, para borrar ya para siempre cualquier atisbo de normalidad en un club condenado a la excelencia eternamente. Después de aquello ya no se puede aceptar la normalidad. Conocimos a Dios. Al Barça iría llegando a través de flechazos, de jugadores más grandes que cualquier cosa que yo hubiese visto, y al tener la suerte de poder acudir a las mejores citas en directo pude estar allí donde lo irreal se vuelve material, donde lo soñado, a veces (aunque durante años fuesen demasiadas) se volviese realidad. En el Camp Nou aprendí casi todo lo que sé sobre el juego, y sobre todo, a vivirlo, que es indispensable para poder explicarlo después.

Ser del Barça naciendo a finales de los 90 implica crecer y empezar a entender el mundo a través de los ojos del FC Barcelona de Messi y Guardiola. Es injusto porque te marca, injusto porque una vez presenciado el milagro uno se acostumbra a ellos. Si a mi padre le preocupaba que eligiese al Real Madrid por sus títulos y sus estrellas, aquel equipo me reconcilió con lo que ahora me marca, que no es si no disfrutar del proceso. Al fútbol se le pueden pedir tantas cosas como personas hay en el mundo. Por eso es fascinante. Y durante aquellos años aprendí que las cumbres también tienen fin y que lo más importante es la gestión del legado, de aquello que se desvanece para que nunca se apague. En el fútbol y en la vida.

Si mi padre me salvó, mi abuelo siempre dio sentido a lo que se veía, y a aquello que nunca llegué a ver. En su conocimiento abismal del club cabía cualquier pregunta. No había partido que no viese en la Penya de Manresa, muy activo siempre o en casa, llegando siempre al toque de corneta, con su camiseta de Kubala, al que conocí por él. Nunca faltaron las noches en el Camp Nou, juntos en el autobus de la Penya, con el bocadillo y el zumo como únicos testigos de aquellas noches de invierno. Vimos grandes partidos allí, juntos. Ahora que mi abuelo apenas se acuerda de mucho y que ya no disfrutamos de partidos juntos salvo algunas trampas que hacemos con mi madre, poniéndole partidos en diferido para que el engaño haga la magia, el fútbol sigue vehiculando su memoria ya atrofiada. Ni idea de lo que ha comido o de dónde vive, pero la cara cambia cuando surge la palabra Barça y parece volver al 1940, lejos de casa, en un tiempo ya remoto, tan cercano cuando esa palabra es pronunciada.

En cierta manera, el Barça salva ahora a mi abuelo. Muchas felicidades y, como dice mi querido abuelo, lo mejor de hacerse mayor es que no te has muerto. Todavía no.