La última y agónica noche de Romario en el Barça: "Estaba dispuesto a perder dinero, mucho, y se materializó lo imposible"
Se cumplen 30 años del último partido del astro brasileño como blaugrana, en una dura derrota ante el eterno rival, el Real Madrid, antes de regresar a Brasil.
Lo de Romario y el Barça fue como el sexo duro en una bacanal. Intenso, aunque con un final necesario para que todo cobrara sentido, y además éste fuera placentero, tonificante, aliviador. Sus últimos cuarenta y cinco minutos como culé los disputó en el Santiago Bernabéu ante el Madrid de Jorge Valdano. 5-0, con tres goles de Zamorano, Amavisca y Luis Enrique. Un monólogo blanco ante los de Johan Cruyff. Romario, que jugó solo la segunda parte, estuvo sin haber estado. Su cabeza se proyectaba ya en Brasil desde hacía meses.
Ese 7 de enero de 1995 no fue solo la devolución de la manita del curso anterior (hat-trick incluido del brasileño)… Significó el epitafio de una relación imprevisible y genial, transgresora y clandestina. Se antojó perfecta, porque precisamente terminó cuando ni siquiera había tomado forma. No era pronto, pero tampoco demasiado tarde. Lo suyo no fue amor, sino algo mucho más serio.
Lo cierto es que Romario, según la retórica cruyffista "mi delantero es el espacio", no tenía que haber jugado nunca en el Barcelona. Sirva esta premisa por lo tanto para sostener que, efectivamente, su epílogo como culé no fue del todo prematuro. Quizás, teniendo en cuenta la intensidad ardorosa, la densidad penetrante de su vínculo, podría haberse indigestado de prolongarse más. "Tenía 28 años, y llevaba seis temporadas en Europa. Ya en la Ciudad Condal, fue determinante en la cuarta liga consecutiva. Decir también que venía de ganar el Mundial con Brasil. Se sentía ilusionado en todos los sentidos para volver a su país como héroe y rendir al máximo, aunque ganara menos dinero. Sí, quería estar en casa y al top de forma. Ni mucho menos volver para retirarse. Repito que estaba dispuesto a perder dinero, mucho", explica su antiguo representante Giovanni Branchini, quien ya negoció su salto a Europa en las filas del PSV. Era caviar ya entonces.
El partido sin homenaje
Dicen que los buenos libros no tienen ni principio ni final. El caso es que era sábado, y en Chamartín se jugaba la 16º jornada de una Liga que terminaría alzando el Madrid. El Barça, que agonizaría en el final de curso jugando con Jordi Cruyff en ataque, sudó para ser cuarto y entrar en Europa al menos. Ese 7 de enero los principales periódicos se hicieron eco de la bomba Romario, que prácticamente había estallado antes de que los de Johan saltaran al campo. Así pues, con el brasileño en el banquillo, Johan dibujó un 3-4-3 con Hagi, Eskurza y Stoichkov (fue expulsado) arriba. Tras el descanso, Romario entró por Bakero, pero no hubo rastro de él. La saudade era excesiva. Fue un gatillazo en toda regla.
El futbolista de dibujos animados oficializaba, así, un adiós que en realidad comenzó a tomar forma meses antes, concretamente nada más ganar la cuarta liga -con transistores en Riazor- en un final de infarto contra el Sevilla en el Camp Nou (5-2), tras protagonizar dos remontadas.
Sí, ahí fue exactamente, porque lo posterior de Atenas contra el Milán, la imagen, la prestación, la soberbia de creerse mejor, el hastío y la indolencia… Fue contraproducente para los niños, por sádico y macabro. Efectivamente, ahí el sexo duro se convirtió en porno, y la resaca dio tristeza. Un clásico. La vida misma. "El Flamengo tenía un presidente nuevo con mucha ambición. Era Kleber Leite. Parecía imposible, pero lo intentó y se consiguió. Me llamó, y aunque al inicio pensé que iba a ser difícil certificar esta gesta, lo cierto es que fue el propio Romario quien me dio la llave para obtener el ok de los catalanes. ¡Cruyff!", recuerda Branchini, quien prosigue así: "Inicialmente todo me parecía absurdo, aunque también es cierto que Romario siempre gozó de una inteligencia especial. Percibió, entre líneas, que Johan le admiraba por el talento, aunque no quería contar con un futbolista que se sintiera obligado a hacer nada. Mucho menos pretendía condicionar el bloque a los vaivenes emocionales de su estrella. Romario tenía mucho carácter, sí". Por no hablar de su idea obsesiva respecto al calcio totale, donde sobraba el nueve, y además no había cabida para egos altisonantes que pudieran competir con el suyo propio. Johan era así.
El resto es historia. "Fueron suficientes solo dos reuniones con Cruyff en su casa para que me diera el ok, y así fichar por el Flamengo. La táctica de Romario había funcionado". Se marchó sin despedirse, sin sudar. Si bien es cierto que después tendría dos periodos estériles en Valencia, lo de Brasil (169 goles en 189 partidos) fue una mezcla entre erotismo y ciencia ficción. Allí recobró la sonrisa, y volvió a recobrar toda su solfa.
La liga del 94
Lo de Romario y el Barça fue tan grande, tan potente, tan profundo y vehemente, que incluso a día de hoy se le echa de menos. Sí, es uno de los mejores delanteros en la historia de un club que, el menos en su biografía moderna, tuvo dificultad para aceptar el purismo del killer instintivo en el área. Aunque jugó solo temporada y media, prácticamente se le computa el curso 93-94, donde se ganó la Liga y se perdió la Copa de Europa contra el Milán de Capello, quien parecía chato, pero en realidad estaba afilado con Massaro. "Cruyff optó, cuando Romario ganó el Mundial ese verano, por contentarlo en lugar de tenerlo contra su voluntad… Aunque te diré otra cosa… Creo que el fondo quería remodelar la escuadra de arriba abajo. Liberarse de estrellas, sí", apunta el hombre que en 1993 le llevó al Barça, quien pagó diez millones de dólares por sus servicios. Mucho dinero ya.
Es curioso, pero con Cruyff, más que feeling, hubo un compromiso moral para gobernar Europa y el mundo. Estaban condenados a entenderse, al menos hasta el orgasmo, si es que había. El tema es que para comprender bien el proyecto que tenía en mente el gurú holandés -mencionado antes por el representante italiano Branchini- es mejor comenzar diseccionando ese campeonato, cuyo desenlace se antojó apoteósico. Sí, Romario fue pichichi (treinta goles), pero el Dream Team comenzó curiosamente a languidecer con él. El Barça alternó derrotas abultadas (6-3 en Zaragoza) con actuaciones soberbias (5-0 al Madrid), síntoma de que algo no iba bien. Encajó más de cuarenta goles ese curso que, a menudo, Laudrup se erigía en el principal damnificado de los cuatro extranjeros. Aunque el brasileño demostró su jerarquía, su soberanía en el área, lo cierto es que era letal solo ahí. Es decir, rehusaba el fútbol asociativo imantado en la cabeza de un Cruyff que siempre mostró predilección por falsear el espacio del nueve: por ahí, años atrás, pasaron Alexanco, Salinas (válido por el juego de espaldas y la generosidad) o el propio Laudrup.
Porque sí, el holandés era más de llenar el centro del campo de medios con velocidad mental y gol (Eusebio, Amor, Bakero, Guardiola), dejando la punta de lanza en los costados: Begiristain y Stoichkov. Ahora se entiende mejor que Romario, ahí, era un advenedizo. Genial, pero siempre sospechoso. Demasiado individualista en un mundo poliédrico. El compromiso, lo dicho, duró lo que tuvo que durar. Solo estaba sostenido por el pragmatismo de la victoria, del gol… Algo que se antojaba innatural, contracultural en la cabeza de un impávido Johan, quien a veces luchaba contra sí mismo.
El adiós de Cruyff
Con Romario, lo curioso es que el abrupto final hizo bueno el inicio, que hoy -nostalgia mediante- es incluso pluscuamperfecto. El Barça ganó un campeonato que siempre se recordará como el del penalti de Djukic. El monarca del área anotó el gol decisivo en la manita al Sevilla ante el deleite de Núñez y Gaspart, henchidos de gusto en el palco. Fue una liberación, sobre todo porque semanas atrás la policía de Rio consiguió rescatar al padre del 9, secuestrado por el crimen organizado. Todo, tras una extenuante negociación con siete millones de dólares de por medio.
El Barça de Cruyff se fue de fiesta, y ya nunca volvió. La temporada 1995 la comenzó en El Molinón cayendo 2-1 contra el Sporting. Romario, vigente campeón del mundo con Brasil, se presentó tarde y pasado de peso tras unas vacaciones infinitas en las playas de su país. El técnico holandés ya no le quería. Lo del Bernabéu el 7 de enero, una vez sabidos los preámbulos, ya era un secreto a voces. Se veía venir, por suerte para todos.
Ese curso el equipo lo termina con victoria en San Mamés gracias a un gran gol de Jordi Cruyff. Al año siguiente (95-96, la del doblete Atlético), el técnico lleva a cabo lo que adelantó Branchini: larga vida a la Quinta del Calvo, con De la Peña, Óscar, Roger, Toni y Celades, entre otros. Una libreta también edulcorada con arrebatos de entrenador. A destacar, la presencia de Sánchez Jara o Xavi Escaich. Se cuenta entre bastidores que discutió con el presidente por fichajes que nunca llegaron o tardaron en hacerlo (pasó una lista con Zidane, Giggs, Luis Enrique o Blanc)… Y le echaron antes de terminar la temporada. Llegó Robson, y con él Ronaldo, también de Branchini, pero esto es ya otra historia.
Solo tuvieron una cosa en común los compatriotas brasileños, quizás la más importante: el porno futbolístico. Esto dijo Romario hace años en una entrevista sobre su experiencia como culé. "Cuando estaba en el Barça, el club me puso un detective. Terminé pagándole las copas". Al final, teniendo en cuenta la inflexibilidad de Cruyff y la anarquía de O Baixinho, fue un milagro que cohabitaran un año. Un año en el que ambos, de alguna manera, transgredió su índole. Se prostituyeron, en definitiva, hasta que se detonó la bomba esa fría mañana de Madrid, un día después de los Reyes Magos. Han pasado treinta años, y aún estamos aquí dándole purpurina para que la tristeza no haga mella. No demasiada.