Bahamontes, explicado a la Generación Z: el escalador que saciaba su hambre con helado
Mucho más que un ciclista, El Águila de Toledo fue un pionero para el ciclismo español y un mito para nuestros mayores.

Seguramente vuestro yayo no sepa quién es C Tangana y se extrañe al ver a Wilbur rebotando en las colchonetas del Grand Prix, pero seguro que de pequeño comió un cuscurro de pan con chocolate para merendar y sabía quién era Federico Martín Bahamontes. Del mismo modo que ahora la gente grita "Indurain" o "Contador" a cualquiera que ven montado en la bicicleta, en su día se le decía "¡Bahamontes!". Porque, en la España de los 50 y 60, muda y gris, Bahamontes era bicicleta, era ciclismo y, por encima de todo, era ídolo. Como Mbappé, pero con hambre y sudando la gota gorda.
Federico Martín Bahamontes (1928; Santo Domingo Caudilla, Toledo – 2023; Posada Real de Villanueva, Valladolid) creció en los años del miedo que siguieron a la Guerra Civil. Residente en Toledo, una ciudad que todavía hoy sigue siendo tan bella como empedrada y empinada, se ganaba la vida transportando frutas, verduras y lo que se presentara desde lo bajo hasta lo alto de la ciudad, y con el estraperlo, que era como el contrabando o el narcotráfico pero hecho por necesidad en lugar de por codicia. Al principio, a pie; luego, con una bicicleta que se compró por piezas. Ahora hay ciclistas profesionales que surgen de Zwift, pedaleando en el salón de su casa; por aquel entonces venían de las calles, de dar zapatazos… descalzos.
Aquella bicicleta, herramienta de trabajo, se transformó en instrumento de competición. En una Vuelta a Asturias, el seleccionador nacional (otra leyenda en sí mismo, Julián Berrendero) se quedó impresionado por su talento y le convocó para correr el Tour de Francia, que por entonces se disputaba por países. Aquel año, 1954, ya se alzó con la clasificación de la montaña. La ganó en seis de los siete Tours que terminó, marcando un récord que sólo ha superado otro escalador histórico pero manchado por el dopaje, el francés Richard Virenque.

Todas las historias de los ciclistas viejos transitan a medio camino entre la realidad y la imaginación de quien las ha contado mil veces hasta el punto de fabularlas. Bahamontes, en eso, era un número uno. De sus siete Tours de Francia circulan mil anécdotas. Por ejemplo: que en ese primer Tour de 1954, él tenía derecho a que la organización le llevara dos maletas de salida a meta; y que él sólo se presentó con una, y que la llevaba vacía porque era tan pobre que al fin y al cabo no tenía nada que meter en ella.
Ese mismo año, Bahamontes inscribió en la historia su nombre y el del Col de la Romeyère. Se trata de un pequeño y olvidado puerto de los Alpes que él coronó en cabeza junto a otros dos ciclistas en la 17ª etapa, enfrascado en la pelea por la montaña. En la cima echó pie a tierra y se puso a comerse un helado de vainilla. Los rivales se lo tomaron como una 'sobrada'; la prensa lo contó como tal. La realidad era que un coche había pasado por su lado y, con los pedruscos que levantó (en aquella época el asfalto no era el perfecto tapiz que conocemos hoy), se cargó dos radios de su rueda delantera. Bahamontes tuvo que pararse a esperar al coche de equipo para reparar la avería; y, si se puso a comer, fue porque tenía hambre y en aquella época sin avituallamientos, barritas ni geles los ciclistas contaban con el derecho tácito a asaltar a cualquier restaurador que encontraran por su camino.
Cuando empezó su vida deportiva, a Bahamontes le llamaban el 'Lechuga' por los carros que arrastró Toledo arriba y Toledo abajo. Cuando ganó la general del Tour, en 1959, los periodistas franceses le bautizaron como 'El Águila de Toledo', por el escudo de la ciudad y su talento para volar cuesta arriba. No en vano, la organización del Tour le nombró como mejor escalador de la historia de la carrera. Nunca vistió el maillot de puntos rojos, porque no se instauró hasta 1975, pero sí que vistió el amarillo el año que se lo llevó a casa y en 1963, cuando Anquetil se lo quitó a cinco días del final fingiendo una avería para que su mecánico le pudiera empujar en el último puerto. Al menos, eso contaba Federico.
Bahamontes fue un simpático fanfarrón; el personaje que necesitaba aquella España deprimida para reconstruir su autoestima frente a una Europa que se había reconstruido de la Segunda Guerra Mundial antes que ella de su Guerra Civil. Él coronó en cabeza el primer puerto que se retransmitió en directo en toda la historia del Tour, que fue el Aubisque de 1958; él puso en el mapa a un país derruido. Junto al Real Madrid, fue el emblema del Movimiento franquista hacia el exterior y el referente nacional para que el pueblo se viniera arriba y se olvidara de su miseria. Después de él vendrían Ocaña, Perico, Indurain. Según cómo seas de joven, cuando seas viejo contarás historias de Alejandro Valverde, Alberto Contador o Carlos Rodríguez. Para nuestros abuelos, y sus padres, ese mito era Bahamontes.