Franz Beckenbauer, el Káiser que reinventó el líbero y fue recibido a besos por Luis Aragonés en la final de la Copa de Europa del 74
El exseleccionador coincidió con Beckenbauer en un acto en 2006, se declararon mutua admiración y recordaron las anécdotas de Bruselas.
Desde arriba, desde la tribuna, la grada o el palco, maravillaba por su elegancia con el balón en los pies. Siempre la cabeza alta para divisar el área contraria por encima de todos sus adversarios. Se le reconocía bien y rápido. No era uno más de los que perseguía el balón con la cabeza gacha. Solía ser el que lo tenía. El que ordenaba y mandaba. El 'Káiser', como le apodaron sus compañeros del Bayern Múnich cuando solo tenía 22 años y se bajó del autocar del equipo para hacerse una foto con una estatua del Rey Francisco José I de Austria, conocido, precisamente, como El Káiser. Siempre lo seguirá siendo.
Desde abajo, de pie, a su lado, impresionaba aún más. La misma elegancia que asomaba vestido de corto se hacía infinita vestido de traje, o con los jerseys de cuello alto y sus inconfundibles abrigos largos de botonería cruzada. Siempre sonriente. Con la pasta de las gafas de último modelo y un porte que llamaba la atención. En Inglaterra hubiera sido el gentleman por excelencia al que habrían ascendido a Sir, como a Bobby Charlton. En Alemania, simplemente, era el LICHTGESTALT. Que en español podríamos traducir como el iluminado, la luz que se aparece en el horizonte, como los ángeles o la vírgenes.
Tres en uno. Futbolista, (1963-83); seleccionador-entrenador (1984-94) y dirigente de alto standing el resto de su vida. Ligado al fútbol en las más altas esferas organizativas, tanto en su país, Bayern y Federación alemana, como en la FIFA. El restringido club de tres miembros que concentraba a los elegidos que habían sido campeones del mundo como jugador y, después, como entrenador, se ha quedado reducido a uno en cuestión de una semana con los fallecimientos de Zagallo y Beckenbauer. El brasileño había ganado como futbolista los Mundiales de 1958 y 1962; como seleccionador el del 1970 y como asistente de Parreira en 1994. El alemán levantó el trofeo como capitán en el Mundial 74 y como técnico en 1990. El francés Didier Deschamps hizo su doblete en 1998 y 2018.
La transformación de un puesto
La aportación futbolística del Káiser va mucho más allá de sus veintitantos títulos colectivos y medio centenar de títulos individuales, incluidos dos Balones de Oro. Su legado queda marcado por ser el reinventor de una posición, la de líbero que llegó a tener su trascendencia en la historia del fútbol. Hasta que él dio el paso adelante, casi empujado por sus entrenadores, el puesto era un canto al fútbol defensivo. La posición de líbero había entrado en la táctica futbolística por la puerta falsa como un recurso superdefensivo a finales de los años 30. Se imputa al austriaco Karl Rappan, inventor del catenaccio que tanto éxito tuvo después en Italia, como el primer técnico que colocó un jugador por detrás de los dos centrales para 'barrer' todos los balones sueltos. Era, por lo tanto, una pieza de destrucción. Beckenbauer, con el tiempo, la convirtió en una pieza de construcción.
Por supuesto, hubo una evolución en la figura del líbero que iba de la mano de las nuevas tendencias futbolísticas. De hecho, también hubo un proceso en la carrera del propio Franz Beckenbauer. De chaval, en los juveniles del Bayern, era tanto extremo derecho, como interior izquierdo. Dos posiciones en las antípodas, pero a las que se acoplaba con la sencillez de su fútbol. Pasó después a ser un todoterreno de ida y vuelta con cuyo oxígeno respiraban el Bayern y la selección alemana. Era evidente que el talento no tiene un puesto fijo. Ni entonces, ni ahora. Ni nunca.
En el Mundial 66, aquel en el que un exceso de vista arbitral en la final, dejó sin título a los germanos, con 20 años marcó al hombre al mismísimo Bobby Charlton. Franz le sacaba la cabeza, pero el inglés se las ingenió para complicarle la vida. Marcó cuatro goles en seis partidos, fue elegido mejor jugador joven del Campeonato e incluido en el once ideal. Salió consagrado... como centrocampista. Fue en el Bayern, donde Braco Zebec, su entrenador, comenzó a insinuarle que si retrasaba un poco más su posición y se colocaba como central libre de marcaje, podía explotar todo su potencial. A regañadientes, probó y se sintió un verdadero Káiser. No tenía que preocuparse de nada ni de nadie. Solo de jugar y hacer jugar. Se olvidó de defender para comenzar a atacar. Desde lejos, pero atacar. Alguien llegó a escribir de él. "Es el primer atacante que construye, no el último defensor que destruye".
El puesto ya estaba reinventado. Ya nadie volvió a entender al líbero como el último hombre que estaba para corregir los fallos de todos los demás. Picchi, en el Inter de Helenio Herrera, debió ser de los últimos exponentes de ese criterio anticuado que pedía a gritos una transformación. El líbero, de la mano del alemán, comenzó a ser el primer hombre en lanzar el ataque. Beckenbauer se convirtió en el espejo donde mirarse: el chileno Figueroa; el holandés Krol; el argentino Passarella; hasta el italiano Gaetano Scirea..., otro holandés, Koeman...
El brazo en cabestrillo
Su imagen, con el cuatro a la espalda, en las semifinales del Mundial de México-70 contra Italia, 'el partido del siglo', con el brazo en cabestrillo por su hombro dislocado, dieron la vuelta al mundo. El vendaje no le dejaba correr, pero no se fue del campo. Mandaba con la otra mano. Dirigía y colocaba a sus compañeros. Sintió que su equipo le seguía necesitando y aguantó la prórroga hasta agachar la cabeza como uno más cuando en el minuto 111 Gianni Rivera marcó el gol del triunfo italiano. Son instantáneas tan icónicas, como las de cuatro años después, ya con el cinco en la camiseta, levantando la Copa del Mundo en el Olímpico de Múnich.
Los mejores futbolistas del mundo siempre se rindieron a su magia. A ellos, a Pelé, a Di Stéfano, a Cruyff... siempre les admiró su amalgama de condiciones. El crisol de virtudes. La facilidad que tenía para mezclarlas todas. La inteligencia para entender el juego desde una nueva perspectiva; la elegancia para parecer que todo lo que hacía era fácil, cuando no lo era; la condición física para dominar una amplia zona de influencia; el dominio del balón; la visión de juego; la conducción con el balón pegado y la cabeza alta; la técnica individual que le permitía jugar en corto y en largo... y el dominio del juego aéreo que le permitía cabecear sin desmarcarse.
Una vez la profesión me dio la oportunidad de conversar con él de manera distendida, más allá de las conferencias de prensa y las entrevistas pactadas de cinco minutos. Fue en Madrid, en el Casino de la calle Alcalá, el 1 de febrero de 2006. Como presidente del Comité Organizador del Mundial 2006, Beckenbauer visitó la capital española. Allí estaba Luis Aragonés, que meses después iba a ser el seleccionador de la Roja que todavía no era la Roja en dicho Campeonato. En una esquina de la sala, mientras esperábamos los discursos, Luis se dirigió a Franz. Pidió el auxilio de una traductora y ni corto ni perezoso se puso a habla con él.
¿Usted sabe quién soy yo?
"¿Usted sabe quién soy yo?, le espetó como saludo mientras le estrechaba la mano y comenzaba un respetuoso conato de abrazo. Por supuesto, Beckenbauer le dijo que sí. Y en esos momentos a Aragonés le salió todo lo que llevaba dentro sobre aquella final de la Copa de Europa de 1974, en Heysel, en la que marcó aquel gol de falta directa a pocos minutos del final del partido y que debía valer para ganar el título... pero que se quedó en nada porque el compañero de fatigas de su interlocutor, el otro central, el malo y el feo, a la vez, Schwanzerbeck, -Beckenbauer era el guapo- marcó desde la Grand Place de Bruselas. Del partido de desempate, ni se habló, claro.
"Usted era muy bueno, nunca vi a nadie jugar al fútbol con tanta elegancia como usted. Yo le admiraba y por eso antes del partido cuando nos dirigíamos hacia el campo le tiré cuatro o cinco besos... y le llamé guapo. Coño, es que es guapo... Intenté saber si se usted se ponía nervioso alguna vez y se descontrolaba, pero no me hizo ni caso...". Una artimaña más del 'ocho' rojiblanco, que ya como jugador dominaba las artimañas del otro fútbol. Beckenbauer, incrédulo, escuchaba la traducción de la intérprete y por sus gestos, siempre con una sonrisa, no daba crédito a lo que estaba escuchando. Por supuesto, no se acordaba del trance y salió del paso como pudo, pero sí le felicitó por cómo lanzaba las faltas. "La que nos marcó en la final fue maravillosa... casi nos gana el partido".
No era la primera vez, ni sería la última, que Luis había contado su aventura amorosa con Franz. En sus tardes buenas de tertulia larga, ya nos lo había interpretado, incluso, poniéndose de pie, a los que siempre que podíamos estábamos cerca de él... para aprender y reír. "Coño, es que es guapo". Terminando el acto en cuestión, el presidente le regaló al técnico una mascota gigante del Mundial y cuando se despedían, Luis, con una sonrisa dentífrica, le soltó un último chascarrillo. "Ojalá juguemos la final del Mundial contra vosotros y que quedéis segundos... claro". No ganaron ni ellos, ni nosotros. 'Campeonó' Italia.