Un jersey rosa marca mi futuro, el tuyo y el de España

Berlín (Alemania).- Hubo un tiempo, siendo crío, en que pertenecí a la inconfundible raza de los supersticiosos. Como un minotauro algo especial, una mitad de mi ser era maniática y ya sólo la otra mitad estaba recorrida por la hipocondria. Mis rituales cada jornada, con esa mezcla explosiva, eran los de un verdadero tarado.
En casa, antes de dormir, recorría el mismo trayecto cada noche desde el salón al dormitorio con las mismas paradas e idénticos avituallamientos. Me cercioraba de que la bombona de butano estuviera apagada, hacía lo propio con el frigorífico -no se fuera a escapar el arroz con leche de mi madre- y al acostarme me desataba con una serie de taras interminable: comprobaba las luces (siempre ha estado cara), que la distancia de mi cuerpo de los precipicios de la cama fuera siempre una y exacta, y que mi hermano, a un metro de mí en la gemelita de al lado, respiraba. Sin él no sabría que Metallica vive un par de escalones por encima de Aitana. Luego ya, con todo el recorrido completado, intercalaba el modus operandi de la noche: o me orinaba o daba patadas a un balón imaginario imitando a Guardiola.
En el terreno de juego, el real, tampoco me quedaba corto: rutinas pre-partido tan absurdas como poner velas a santos, escuchar siempre una canción rumbo al vestuario, ponerme una camiseta interior con las mangas cortadas como El Último Guerrero, dar zancadas igual de grandes o lentas con una pierna que con la otra o hacer alguna chorrada más en el calentamiento, los rondos y hasta en los estiramientos. Exactitud en las repeticiones de cada ejercicio para compensar y no desequilibrarme. El éxito de mis trucos está ahí y son irrefutables: Lamine Yamal puede ser hoy campeón con 17 años y yo, mientras, mendigo en la zona mixta con 41 que me conteste alguna pregunta.
Sin embargo, y pese a este pasado poco reconfortante, había llegado a esta Eurocopa liberado. Me lo prometí. Es mi primera fase final y quería estar a la altura de las circunstancias. No pensaba depender de nada ni de nadie. Y mucho menos perder el tiempo con bobadas. Las zanjas de las carreteras, los retrasos y las cancelaciones en los medios de locomoción de este país sobrevalorado no te permiten ni un descuido. Así que me estaba empleando a fondo en lo que únicamente dependía de mí. Hasta que un jersey, sudadera para ser más exactos, se cruzó en mi camino y me tiene amargado.
Superada la fase de grupos de España, con viajes a Berlín, Gelsenkirchen y Düsseldorf, llegaron los titulares más amables y también las peores noticias. Una visita acordada sobre la marcha trajo consigo un complemento incorporado a su vestuario -como sorpresa de cumpleaños- que me gustó tanto que lo tomé como un regalo. Me venía de lujo reciclar el vestuario que tan ajado estaba dejando la Selva Negra. Aunque hubo negociación, el desgaste y el cansancio acumulado ablandaron decisivamente las posturas para alcanzar un acuerdo. Y, la verdad, que hasta hace días todo iba sobre ruedas. El presente me llenaba, rosa y de manga larga (hacia 15 grados), pero nadie podía imaginar entonces que una X en la espalda ya dejaba entrever el expediente que se avecinaba. Así que, con mi ignorancia, ése fue mi traje de faena en las eliminatorias.

Con él encima, al hombro, atado a la cintura o en la mochila a modo de rebequita por si refrescaba fue cayendo Georgia, más tarde Alemania y por último Francia. Lo que era un simple accesorio con el que protegerme de este raro verano -a la vez que hacía más rico a la marca Blue Banana-, pasó a ser un amuleto en toda regla por orden estricta de la persona que me lo cedió a cambio de una condición: la compra inmediata del mismo ejemplar a mi regreso a España. Y todos estábamos radiantes y contentos. Ella, por solidaria; España por la fuerza extra que le acompañaba en su vuelo hacia la gloria; y yo por haber recuperado mis superpoderes. Hasta que lo perdí y estos días sólo hay zozobra a mi alrededor.
Después de perder el pasaporte en el amistoso previo de Mallorca y tener en el alambre mi acreditación, he tenido que explicar que en el trayecto de Múnich a Stuttgart, en algún momento, he dejado la prenda de las prendas olvidada. Normal después de varios aviones a cuestas, infinidad de trenes de carbón, más kilómetros encima que Indurain, siete hoteles y cientos de restaurantes visitados. Y ahora, sin el jersey que me (nos) protege, siento una culpa incalculable por creer que Bellingham nos va a hacer papilla en el Olympiastadion mientras alguien en Alemania, a escasas horas de la final, pasea por su calles crecido, con un olor a Scalpers que tumba y con la creencia de que es el listo de la clase. Y no lo es. Mi relación, una Selección ejemplar y un país entero con la fe por las nubes están en vilo.
Ahora recuerdo a Joaquín Maroto (AS) cuando el otro día, en el Media Center de la Roja donde hemos trabajado este mes en Aasen, se emperró en que la Federación debía retirar un vídeo en el que De la Fuente salía presumiendo de seis victorias consecutivas. "Eso gafa, que lo quiten de inmediato", llegó a decir. Y hasta empiezo a entender cuando Alfredo Relaño nominaba a algún redactor antes de comidas importantes si el número total de comensales no le cuadraba. La superstición es una angustia. Y yo estaría dispuesto a hacer ahora mismo cualquier cosa por recuperar el sweater de la suerte y vivir tranquilo. Tengo claro que este España-Inglaterra no lo olvidaré, pase lo que pase. Enterrará para siempre mis manías o me obligará a pedir auxilio y exilio. Nunca pensé que una sudadera sería tan determinante en pleno 14 de julio.