Muerte y fin de Tadej Pogacar

"Estoy vacío; muerto. No puedo más". Lo dijo hace unos días Tadej Pogacar, segundo otra vez en la clasificación general del Tour de Francia y, pese a todo, el mejor ciclista que jamás han visto estos ojos. El chico delgado y alegre que, como un niño, siempre mechón al viento, baila, ríe y da volteretas al borde de una piscina antes de hacerse mayor en las imponentes laderas de los Alpes.
Así es él. Y así queremos que siga, para gozo de todos. A sus 24 años —sí, todavía 24—, el esloveno ha cambiado el ciclismo moderno. El ciclismo a secas, si me apuran; sin adjetivos. Lo hizo desde el día en el que, distinguido ya como el mejor vueltómano de su generación, con dos victorias en el Tour, decidió afrontar cada curso del calendario ciclista como un reto, como un círculo completo que arrancaría con las flores de la primavera. Nadie, desde Merckx, tuvo semejante valor. Tampoco el talento.
Su némesis estival, Vingegaard, muy superior en la última semana de este Tour, segundo ya para él, mérito innegable, no atrae ni atraerá nunca las mismas miradas que el esloveno. Es imposible. Mientras uno galopa desencadenado por los adoquines de las Árdenas, perseguido solo por la fuerza bruta de Van Aert y Van der Poel, el danés, más frío y calculador, aguarda en paradero desconocido, lejos de los focos y, sobre todo, lejos de las mejores clásicas de nuestras vidas.

Hay quien dice que el fundido a negro de Pogacar en Courchevel, pájara sin precedentes en su todavía corta carrera, se podría haber evitado si el esloveno —quién le mandara— no hubiera disputado los monumentos de primavera. Allí cayó y se rompió la muñeca a dos meses del chupinazo francés de Bilbao. "¡Sin tanto desgaste hubiera llegado mucho más preparado al Tour!". "Ese es su problema, que va a Flandes, va a la Strade Bianche, va a la Lieja y no llega a tope a julio, cuando de verdad se juega lo importante". Agradezcamos mientras podamos que Tadej, hasta el momento, siempre haya hecho oídos sordos.
La figura del esloveno nace y se expande precisamente ahí, en esa concepción de la vida y de su propio deporte. En entender que la grandeza del ciclismo va mucho más allá de lo que suceda en el Tour de Francia. Consiste en sacudir mucho antes los cimientos de Flandes y tumbar, ataque indomable, a los dos colosos de nuestra era. En trepar dos semanas después hasta la cima del muro de Huy y sumar la Flecha Valona a unas vitrinas sedientas de nuevos retos. Y así, hacer lo propio en la París-Niza, la Amstel Gold Race o los campeonatos nacionales de Eslovenia, donde arrasa a una mano. 14 victorias totales, exhibición tras exhibición. Una temporada que bien firmaría cualquier equipo del WorldTour. No corredor, no. Equipo.
Decía Alberto Contador a este medio hace solo unos días que, nos guste o no, Pogacar solo hay uno. "Lo que ha hecho ese chico no lo ha hecho nadie en toda la historia… ¡Es que estoy convencido de que también puede ganar la París-Roubaix!", una prueba reservada históricamente a la bruta corpulencia de otros corredores. Es una buena forma de sintetizar el aura del esloveno. También de, por qué no, darle las gracias. Por pecar de valiente. Por equivocarse. Por ir siempre desatado hacia la victoria, con el atrevimiento de quien se ve capaz de todo. Ojalá no deje de hacerlo nunca. Ojalá nunca sacrifique el resto del año para centrarse en el Tour, como piden algunos. Ahí nos tendrá mientras resista, enganchados al otro lado, vibrando y con la misma pregunta rondando siempre nuestras cabezas. ¿Qué hará hoy Pogacar? Desde luego, no morir. Imposible para alguien que, en la victoria y en la derrota, corre para ser eterno.